martes, 28 de febrero de 2012

EL ESTADO DE LAS COSAS


Cuando era adolescente fui protagonista de un hecho que no he podido olvidar, pese al transcurso del tiempo y que ha sido fundamental a lo largo de mi vida para distanciarme, aunque a veces con poco éxito, de un vicio social cuyo resultado considero tremendamente dañoso para la convivencia.
            Mi amigo H, cuyo nombre ocultaré pues ha fallecido , y yo, nos incorporamos a una pandilla de nuestra edad ; todo transcurría con normalidad, hasta que mi amigo H tuvo la feliz idea de aparecer un día con un puñado de fotografías de mujeres desnudas y en actitudes un poco, digamos, “comprometidas”, que enseñó a varios de los integrantes del grupo. Apenas transcurridos unos minutos, mi amigo H y yo nos vimos sorprendidos por la actuación de los demás, que nos expulsaron sin aceptar ni las disculpas de mi amigo ni mis explicaciones acerca de mi ignorancia sobre su ocurrente idea. Habíamos sido, en un pis pas, juzgados, declarados culpables y condenados.
            Seguramente allí nació el germen de mi rechazo a las actitudes de quienes, sin siquiera conocer los hechos, están dispuestos a condenar al otro, alimentados por la fuerza de la razón que ellos mismos se otorgan o que alimentan los medios de comunicación, hábiles  no en la información, sino en la transmisión de opiniones más o menos tendenciosas en función de su propia afinidad ideológica.
            Sobre esto reflexionaba hace unos días, cuando en una ceremonia religiosa a la que asistí, mi subconsciente estableció una comparación entre el Crucificado que presidía el acto y varios otros “crucificados” que se sentaban entre el público, condenados de antemano por hechos de los que no habían sido juzgados oficialmente, sino socialmente
            Resulta incongruente que, cuando la Justicia establece la PRESUNCIÓN DE INOCENCIA, por la cual es el contrario quien tiene la carga de la prueba, en nuestra sociedad prima la PRESUNCION DE CULPABILIDAD y el que es acusado ha de apañarse como pueda, luchando, de momento, con la opinión en su contra y sin disponer, no pocas veces, de argumentos en su defensa por encontrarse incluido en un sumario secreto cuyo contenido ignora.
            Entre las varias cosas que tampoco entiendo es el cómo es posible que una información que se supone secreta y disponible sólo por el juez, se publique en un periódico. No entiendo tampoco ese afán generalizado de proclamar “la confianza en la justicia” para, a renglón seguido, cuando la sentencia  no es la esperada, manifestar la absoluta discrepancia con el juez, los jurados, el fiscal o quien haga falta.
            Me pregunto si estamos en un “Estado de Derecho” o, más bien ante un      “Desecho de Estado”

martes, 21 de febrero de 2012

EL NIÑO Y EL MAR


Las olas se mecían suavemente sobre la orilla, lamiendo la fina arena con una leve caricia y, en su ascenso, arrastraban pequeños trozos de algas y otros objetos que el fuerte temporal de Levante había atraído hacia aquél lugar.   La propia arena de la orilla aparecía como escalonada de materiales que se habían ido depositando formando una ordenada distribución; piedrecillas, conchas, restos de plástico, maderas, trozos de red... Un  sinfín  de  objetos  diferentes. Los  unos  - quizá -mudos testigos de algún trágico suceso en el mar; los otros, muestras de la desidia y abandono del hombre.

         Las gaviotas no cejaban en su ir y venir del cielo a las aguas que, aun turbulentas en algunas zonas, estaban pobladas de pececillos que, una y otra vez, eran capturados con agilidad en eficaz vuelo rasante.

         El cielo, después de la tormenta, estaba limpio y el aire se respiraba con fruición. Sólo el rumor suave y acariciante de las olas y el graznido bullicioso de las gaviotas rompían el silencio de la tarde.

         Había un niño en la playa. Tendría unos seis años e iba descalzo. Su camisa ondeaba en faldones, a trozos fuera del pantalón, sujeto por un sólo tirante que cruzaba, a modo de bandolera, de un lado de la cintura al hombro del lado contrario; en su mano un trozo de botella de plástico, que utilizaba a modo de  cubo.      Daba un paso y se detenía, agachándose y profiriendo de cuando en cuando exclamaciones de sorpresa. Ora una concha, ora un brillante trozo de cristal, quizá un pequeño cangrejo... iban siendo recogidos como tesoros en aquél improvisado cofre.

         Nada parecía importarle. Como si en el mundo no hubiera hambre, ni guerras, ni paro...         Como si no se hubieran inventado las consolas ni las máquinas tragaperras, aquél niño se entretenía como los de épocas pasadas. Cualquier cosa era bienvenida como juguete y se prestaba a ser admirada. La ligera brisa ondeaba su pelo, rubio y brillante, enmarcando un rostro apacible y sereno cuya monotonía era rota por una tremenda cicatriz que había hecho desaparecer parte de una ceja y de la nariz. La risa del niño hubiera sido una horrible mueca, de no sonar tan alegre, tan espontánea...

         Al pasar a mi lado, le miré y no pude reprimir un involuntario gesto, mitad de sorpresa mitad de lástima, que el advirtió con dolor al tiempo que unas lágrimas fugaces apuntaron , apenas,  enturbiando la limpia mirada  de sus ojos mientras, a traspiés, se alejaba de mí.

         Tan sólo unos pasos más adelante, el nuevo hallazgo de no sé qué pretendido tesoro le hizo proferir una sonora exclamación y, cogiendo algo, se me acercó riendo, depositando en mi mano abierta algo brillante. Era una medalla que refulgía como el sol del atardecer. En ella había una imagen del rostro de Cristo en el que una tremenda herida había hecho desaparecer parte de una ceja y de la nariz.

         Cuando levanté la mirada, perplejo, me encontré sólo en aquélla playa. Las olas lamían suavemente la fina arena en una leve caricia...   

jueves, 9 de febrero de 2012

EL NINOT INDULTADO

   




    El arlequín, aburrido, se recostaba contra una pared viendo al artesano, pincel en mano, dar una pincelada por aquí, otra por allá, que iban prestando brillantes colores a las zapatillas, las piernas, el vaporoso vestido de tul de la bailarina...    Empezó a sentirse interesado cuando unos maestros toques colorearon la rubia trenza rematada con un primoroso lazo azul celeste. Después, fue el rostro, con unas cejas negras que parecían enmarcar los grandes ojos que, poco a poco, al rellenarse de color parecían mirar asombrados a su alrededor.

    El pintor se retiró unos pasos para ver el efecto de conjunto. Los ojos de la bailarina quedaron enfrentados a los del arlequín  y este creyó advertir en ellos un brillo destellante que le hizo vibrar.     Un nuevo y artístico toque de pintura puso color en las mejillas de la bailarina como si, ruborizada, hubiera acusado aquélla mirada.

    El aprendiz iba colocando las figuras en los laterales del taller para que se secara la pintura y, a la vez, dejar hueco en el centro para las partes grandes del monumento. Junto al arlequín quedo libre un espacio que este observó, de soslayo, suspirando al pensar lo que daría por  tener la bailarina a su lado. Como adivinando sus pensamientos, con la bailarina al hombro y, buscando con la mirada el sitio adecuado,  el aprendiz se dirigió hacia el  arlequín, junto al que la depositó, apoyada en la pared de la que  poco a poco fue deslizándose hasta que la mano de uno y otro se rozaron. Algo, como un chispazo, recorrió los inertes cuerpos de arlequín y bailarina y un ¡ oh !  colectivo pareció llenar el aire saliendo de lo más dentro de los restantes muñecos que atestaban el taller ,entre cartones, retales de madera y botes de pintura chorreantes.

    Llegó la noche y todo quedó en silenciosa penumbra. Los artesanos se retiraron a descansar.     El arlequín, como por encanto, se apeó del madero que lo sostenía y, haciendo una grácil reverencia, tomó la mano derecha de la bailarina que, ruborizada, aceptó su invitación, mientras la orquesta de cartón piedra que, muda hasta entonces había contemplado la escena, empezó a emitir los compases de un vals.     Arlequín y bailarina parecieron volar sobre la improvisada pista de baile que les ofrecía el taller,y giraban y giraban sorteando los obstáculos. A cada vuelta parecía que, de lo más dentro de ambos surgía una especie de aura que se elevaba y giraba con ellos.

    Las lejanas campanadas de la catedral y el inicio de la claridad del alba, rompieron el hechizo. Ambos quedaron rígidos de nuevo en tanto que la música, bruscamente, cesaba; un ruido de llaves precedía la apertura de  la puerta y un rayo de sol , curioso, parecía querer colarse a fisgonear.

    Los dos muñecos estaban en el suelo, uno junto al otro, como si se hubieran estado abrazando. El maestro reprendió al aprendiz por no haberlos colocado bien y, maldiciendo entre dientes, cogió paleta y un pincel, con los que intentó recomponer el color del rostro del arlequín, en el que aparecía, destacada, la huella de unos labios rojos.

    Un grupo de personas se acercó, observando minuciosamente las diversas figuras y grupos diseminados por el taller. Finalmente, después de un cuchicheo, se detuvieron frente al arlequín y pronunciaron una sola palabra: "este", a lo que respondió el aprendiz con un encogimiento de hombros, lo cogió y dirigiéndose al patio,  colocándolo en  una furgoneta que allí esperaba, medio cargada de figuras de payasos, caracoles gigantes y una señora gorda e impresentable.

    A medida que la furgoneta  le alejaba del taller, el arlequín sentía que el corazón se le iba endureciendo y un nudo en su garganta le impidió exteriorizar el sollozo que pugnaba por salir .

    Fue llevado a una enorme sala de exposiciones en la que había elefantes, chinos, prostitutas y hasta enanitos asomando la cabeza por ventanas practicadas en enormes setas.      Una puerta se abrió y empezó a entrar un tropel de gente que se agolpaba delante de esta o aquélla figura tomando nota apresurada en un papel y que, casi de la misma manera que había entrado salía, no sin antes depositar el papel en una urna transparente.

    Una preciosa rubia de ojos negros y rojos labios se le quedó mirando fijamente. Si hubiera sido posible, el corazón le habría dado un vuelco. ¡ era ella ! . Pero no... La vio alejarse y salir de la estancia en la que, finalmente, un grupo de personas abría la urna y sacaba los papeles colocándolos por números en diferentes montones , uno de los cuales , el del trece ,  era más voluminoso que el resto . Después de lo que parecía una deliberación, el mismo grupo de personas fue recorriendo la sala. De vez en cuando se oía decir un número. Cuando una voz pronunció : ¡ El trece !, todos quedaron frente al arlequín mirándolo , efectuando comentarios unos, mientras otros se encogían de hombros hasta que, por último,  parecieron ponerse de acuerdo y se alejaron.

    A la mañana siguiente, una barahúnda de gente invadió la sala y se fue llevando los muñecos; el arlequín quedó solo, pero no por mucho tiempo. Un hombre fornido, en camiseta, que sostenía un apagado puro entre los dientes, lo trasladó a una sala en la que otras figuras, algunas con una capa de polvo encima, parecían observarlo con curiosidad.

    Cerca de la entrada había un hueco y allí lo dejaron, junto a un  mostrador en el que un señor con uniforme y gorra de plato, sentado frente a un televisor,  contemplaba un reportaje en el que la cámara enfocaba grupos de gente vestidos de forma extraña, que llevaban en andas muñecos ,parecidos a  sus compañeros de sala.

    Una de las veces, entre el tumulto, creyó reconocer a la banda de música que tocó el vals cuando tenía entre sus brazos a la bailarina. “Tal vez estaría ella por allí”, pensó esperanzado. No pudo ver nada más; con un bostezo, el hombre de la gorra apagó el televisor y salió de la estancia, cerrando tras él.

    En el exterior, era contínuo el ruido de cohetes y tracas; las bandas de música parecía que habían tomado la calle y el fragor ,como de batalla, le hizo temer que el techo de la sala fuera a desplomarse de un momento a otro.

    Pasaron varias horas ; el hombre de la gorra entró de nuevo, cerró la puerta y conectó el televisor.

    El arlequín vio un incesante movimiento de personas que, casi a empujones, se dirigían hacia todas partes. Le llamó la atención ver a grupos de jóvenes a medio vestir, que parecían ir empapados; mas allá otra cámara enfocaba una fuente, en la que varios muchachos se entretenían tirándose agua con energía.

    Unas luces destellantes y la sirena, precedieron la llegada de un camión de bomberos  de un color rojo intenso.

    La cámara enfocó el monumento de cartón piedra que había en la plaza, deteniéndose en sus detalles. Los muñecos aparecían rodeados de extraños collares entrelazados, que iban a aparar a unos metros de distancia, donde un hombre vestido de negro mantenía en su mano, nerviosamente, una mecha encendida.     Un dardo de hielo pareció clavársele al arlequín , en el corazón,  cuando vio que una de la figuras era su bailarina; parecía  que estaba llorando pues la pintura de sus pestañas resbalaba por sus mejillas.

    La banda de música que, hasta el momento, no había dejado de dar pasacalles, quedó bruscamente en silencio.     El hombre de negro acercó la mecha al extremo del extraño collar, del que empezaron a brotar, con gran furia, bengalas y cohetes que explotaron con fuerza e hicieron surgir llamas que, de inmediato, prendieron fuego en el material del monumento.

    Los bomberos, como siguiendo algún extraño rito, conectaron las mangueras y empezaron a mojar a la gente, que profería extraños gritos, mientras el fulgor de las llamas se adueñaba de la plaza.

    Tuvo que soportar el terrible espectáculo de ver a su bailarina acariciada por aquellas siniestras llamas que , poco  a poco, fueron creciendo de tamaño hasta que, finalmente, con una pequeña explosión, la rodearon por completo. Únicamente quedó visible su mano derecha que, por un momento,  le pareció que se agitaba, como diciendo adiós.

    El guardián de la sala de exposiciones dio un respingo al oir un violento golpe a sus espaldas; cuando se volvió el arlequín estaba en el suelo. Su pecho , destrozado, parecía haber estallado  y su rostro ,deformado, presentaba  una mueca de dolor.

    Mas tarde, en la plaza, cuando ya amanecía, los operarios de limpieza  recogían los restos calcinados del monumento, entre los que apareció una mano chamuscada asida  a un trozo de plástico con forma de corazón .Todo fue a parar al camión.

    En aquel momento, de uno de los puestos ambulantes de baratijas que quedaban en la plaza, dos globos en forma de corazón se soltaron elevándose juntos hacia el cielo, donde el astro rey parecía presidir una ciudad abandonada en la que apenas se advertía otro movimiento que el de algún trasnochador rezagado,  intentando pasar entre los coches que se habían adueñado de la acera.

   

   

martes, 7 de febrero de 2012

Orgullo

Aunque haya quien se ocupa en empañar la imagen de nuestra ciudad, todavía se levanta un rostro orgulloso de lo que fué y, quizá, esperando que los que ahora la habitamos hagamos algo más que quejarnos mientras tomamos una taza de café.